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Miles de rostros en uno,
así son nuestras raíces
y solidaridad oceánica.
Foto: Laggon19,
Facultad de Arquitectura UP. |
Dicen que es percepción generalizada, xenofobia, no sé, intolerancia de los panameños... Hace poco conversé con una muchacha venezolana y por momentos creí que era yo el extranjero, aquí en Panamá.
La conversación fue casual, sin preguntarnos nombres, y no puedo negar que
entretenida.
Esperábamos el transporte pirata después de la tempestad que inundó calles y sectores de la capital.
Por tener mi auto en el taller y evitar las mañas de los taxistas, y de paso el metro dañado, había decidido salir de mi apartamento alquilado en la Ave. México
y caminar hacia Calidonia, cerca del Mercadito, adonde parquean los busitos piratas que van a las periferias, para
llegar a casa de mi madre.
La tarde caída, atormentada, había adelantado la oscuridad nocturna. Los faroles públicos encendieron temerosos sus luces tristes tras amainar el fuerte aguacero. Las ventolinas se escurrían frías e intermitentes entra los edificios y calles mugrosas.
Gente desperdigada, jauría de carros, relámpagos, truenos; las nubes negras e hinchadas empujaban la convulsión humana.
Me agregué a la fila larga de rostros desconocidos. Le pregunté si ella era la
última. Dijo "sí".
Minutos más tarde, cuando uno se acostumbra al ruido de motores, voces sueltas, frenazos, y respira humo carburado sin que llegue el transporte, le acerqué otra pregunta tímido:
—¿Por qué la demora?
Así surgieron nuevos temas que desenfrenaron su hablar caraqueño.
Cuando ella tomó confianza comenzó a charlar con ánimo suelto, como si exteriorizara cada pensamiento, soltó su cabello sedoso, largo, negro genuino, al cual separó una liana y empezó a peinarlo con la punta de los dedos, deslizándolos suave desde la frente hacia abajo. Su rostro al natural parecía esconderse como sus ojos. Y, ¡cónchale vale!, la muchacha me dijo tantas
cosas que me hicieron pensar hondo. Solo escuché atento, si acaso movía breve la cabeza.
Ella me habló sobre su trabajo en una oficina cuyo edificio describió alto, que ganaba bien, que vive con su hermana casada (que tiene esposo e hijos) tras solo dos meses de haber
llegado a esta urbe de rascacielos, en su mayoría vacíos.
Una ciudad a su vez llena de guetos históricos repletos de sobrevivientes a la vida dura; capital rodeada de barrios, barriadas
dormitorios y caseríos precaristas donde de los grifos del agua potable cuelgan telarañas las arañas, pensé yo.
"En aquella oficina trabajan otros chamos —explicó sin verme y acariciandose el listón de
cabello—, también hay varios colombianos y
sureños, nadie más, porque me he dado cuenta que los panameños no saben,
no se preparan... He sabido casos que ni para servir tragos sirven”.
Hizo cierta pausa de espera, y siguió diciendo: “Mira que aquí hay venezolanos dueños de escuelas
que han subido costos para no tener panameños... -algún pensamiento la desvió- Tú sabes, un dólar aquí son
muchos bolívares allá, por eso venimos más acá—admitió—, y con ese gobierno de
mierda que tenemos... Claro, acá nos tienen rabia a los venezolanos. Se
entiende lo de los empleos y todo porque uno no quiere que vengan a su país a
dejarlo sin trabajo, pero los panameños nos tienen rabia...”
¡Rabia! Cinco letras se hicieron común denominador en su alegato.
"Hay que tener más paciencia aquí, para todos los venezolanos...", agregó.
Tanto hablaba la muchacha que no pude evitar pensar
como la mayoría de panameños de a pie, o si acaso, quienes ruedan con tanques a media aguja. Esos que suben a
un taxi donde ahora la voz que saluda es casi siempre extranjera. Esos que van a fondas o restaurantes
o paran en la calle a comer algo y les atiende algún acento foráneo. Los que caminan y alguien le
ofrece empanadas con salsa verde a dólar, arepas, papas rellenas, mangú,
bueno, eso no, aunque abundan los dominicanos “¡cómo tú tá!”
Como sea, esos que quizá van al súper y ahora les empaca alguna “cheverísima”.
Y si no, pues frecuentan el minisúper del chinito —sin confundir
con los que vinieron el siglo pasado—, quien atiende sin entender español, pero al tiempo, cuando ya lo habla, es reemplazado por uno nuevo que solo es
risita muda. Esos panameños quienes saben sin embargo que los chinitos suelen caer bien, a
pesar que no dan ni el centavo, nunca te quitan los trabajos, aunque desconfían de todos en sus: “minisupe, lavandelía, lestaulante, feletelía, lepalación
celulá, intelnet, centlos electlónicos…” Y... claro, también multiplican todo, no solo dinero. Por eso hay tres, cuatro, cinco cabecitas-espinosas jugando descalzos entre los aparadores, y otro cargado por la mamá en la caja, o alguno
sentadito en las pielnas de alguna chinita-baliga-sietemesina, "futulos chinitos palameños".
— ¿Tienes bebés ya? —le pregunté a la venezolana.
— ¿Quién, yo? —preguntó asombrada—. ¡No vale!, mi hermana sí tiene dos…
Por fin la fila se movió. Un busito se llenó tan pronto se orilló, se fue
raudo. Volvimos a la espera.
— Aquí las mujeres capitalinas, no todas, solo tienen uno o dos hijos. A
las solteras, muchas, ni le preguntes cuándo ni cuántos, no quieren ni hablar
de embarazo —comenté.
— Allá en Venezuela…
Ella siguió hablando. Yo seguí pensando… En los nacionales cuyos vecinos nuevos nunca ponen música típica panameña
en sus casas o apartamentos, sino vallenata colombiana. —Y los ¡ave marías! que
motivan las vecinas proporcionalmente ejercitadas al saludar: “¡quihubo vecino,
buenos días!”—. En los que pagan crédito a las mueblerías donde el españolito
siempre ofrece dizque gangas. En los que beben en el bar del otro españolito
que nadie sabe cómo consigue esas chicas de hablar paisa encantado y las nuevas competencias con aires de ¡no juegues, vale! En los panas que piden salves al indio prestamista, ese que también vende sábanas y perfumes a domicilio. Los meños que buscan vacantes en las construcciones
y cuando consiguen hacen amigos nicas, parceros, venecos… Donde incluso los jefes son extranjeros…
De pronto, la fila se hizo menos para nosotros. Un busito arribó
en poco tiempo, subimos, nos sentamos juntos, ella a la ventanilla, yo a su lado.
— Como te dije —continuó ella—, se entiende lo de los trabajos y
todo, pero aquí nos tienen rabia a los venezolanos por lo que sea...
El viaje fue frío por el aire acondicionado, la lluvia persistente afuera, con tranques, calles anegadas. Vimos un auto volteado en la vía contraria, luces coloridas, sirenas alteradas...
Ella me habló de lo duro que está
vivir allá, en Venezuela; la escasez de alimentos, medicinas, servicios básicos, la delincuencia, la impotencia,
la angustia constante. La tristeza de tener familia y no verla por andar lejos.
Se nos fueron los minutos en el camino, hombro a hombro.
— Ya me falta poco para llegar —dije-, y saqué cinco dólares para pagar
tres, por ella y por mí sin decirle aún que pagaría lo suyo. Ella sacó su celular para ver algo, creo, lo guardó al minuto.
Entonces hubo ese silencio helado de las despedidas, como dejando los segundos
suspendidos para que alguien decidiera cambiar la ruta de los destinos.
Solo cuando faltaba poco para bajarme me preguntó:
— ¿Qué te pasa, estás callado?
— ¡Nada! —respondí enseguida—: Pensando cosas yo, en todo lo que dices.
— ¡Sí! —me cortó con su mirada, ya no la tenía metida detrás de la cortina azabache, cuya liana todavía peinaba
con suavidad ostensible hasta el hombro.
Y con aquella última mirada, desconocida, la cual después le vería de lejos al bajarme, me hizo esta pregunta: ¿Y tú, de cuál parte de Colombia eres?
Mi sonrisa se escurrió sutíl mientras pagaba apurado el pasaje de los dos y me daban el cambio. "Muchas gracias", me dijo, en modo cariñosa. "Yo soy panameño", alcancé decirle a los ojos, al poner un pie afuera, para caminar.
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La capital panameña es una amalgama de contrastes
entre el pasado y lo moderno. Foto: Laggon19 |