martes, 23 de abril de 2013

Jesús y Judas: La otra cara del misterio

¿Cómo es posible?, se preguntó. Se lo había preguntado toda la noche. De pronto cayó aturdido; su cara barbuda y desencajada por el vino le quedó hundida en la cama como si se hubiera muerto, muy embriagado. Su cuerpo estrujaba los pinceles que en el tiempo serían látigos y, manchando de rojo elixir los lienzos, que también reposaban sobre las sábanas en espera de convertirse en geniales obras para la posteridad, Da Vinci se envolvió en el laberinto de sus sueños tenebrosos.

Por la tarde, había concluido su gran faena en el refectorio del convento dominico de Santa Maria delle Grazie, en Milán: La Última Cena, y en vez de alegrarse y celebrar como solía hacerlo se sumergió en un insistente monólogo que intrigó a los frailes, quienes intentaban cumplir sus rezos y tareas religiosamente.

– ¿Cómo es posible?, se repetía, mirando fijo el mural.

¿Y cómo es posible?, pensaban de él los frailes, al verlo emborracharse en lugar sagrado, sin juicio, los ojos vidriosos, hilando babas y salivando disparates, con manchones de pintura de pies a cabeza.

Entonces decidieron llevarlo a su aposento en el convento. Allí, no solo bebía, sino que desnudo se bañaba con el vino, sobijándose para despojarse el óleo, o los pecados, sin lograrlo; hasta que quedó tendido, y después envuelto cual momia en su lecho. Así amaneció, y así pasó el día siguiente sin sentir los rayos del sol que entraron por las ventanas.

El genio Leonardo había conseguido plasmar sus códigos en la obra para intrigar por siglos a la humanidad. Investigar y ubicar a los descendientes directos de los apóstoles – los que tuvieran hijos – a bien de retratar sus caras fielmente, no fue fácil; conjugar a Juan, el discípulo más joven, con María Magdalena en una sola figura misteriosa que si se inclina a la derecha queda sobre el hombro de Jesús, tampoco lo fue; omitir los halos divinos y el Cáliz – Santo Grial – fue valiente en una época en la que se le podía matar por hereje; y hasta pintarse él como apóstol varias veces, incluso, dando la espalda a Cristo, fue muy osado.

Aunque creyó que lo más difícil sería encontrar el modelo perfecto para personificar la divinidad de Jesús, no lo fue. Pocos días después de que el duque Ludovico Sforza de Milán le encomendó pintar el mural, Da Vinci, que observada apartado durante una misa, se sorprendió al ver en el coro a un joven de unos 20 años. Un rostro perfilado, ojos sinceros, mejillas tiernas, labios correctos y puros, cabellos radiantes divididos en la cumbre de la cabeza hasta los hombros y manos finas unidas en oración.

– ¿Cómo te llamas?, le interrogó sorprendido por la coincidencia con su imaginación.

– Soy Giacomo, le respondió tímido.

Buscando superarse, el muchacho había dejado el hogar de sus padres en la montaña y con fe decidió probar suerte en Milán. Da Vinci, inspirado, puso manos a la obra enseguida, dibujando primero en su cuadernillo un boceto del rostro real que sin esfuerzo tomó lugar en el papel, y después un segundo de cómo sería a los 33 años, el cual se consagró posteriormente en el centro del mural de nueve metros por cinco en la pared del refectorio .

Contrario a lo que pensó, lo más difícil fue hallar a alguien para representar a Judas. Pasaron años y la silueta del traidor era la única que esperaba pintura. ¿Sería posible que no hubiese alguien digno de tanta maldad? Desesperados los frailes y el prior della Grazie por la demora del genio, Da Vinci ganaba tiempo haciendo arreglos a los apóstoles, tantos que parece haberse autorretratado en cada uno de ellos en distintas edades de su vida.

Hasta que un día, caminando a oscuras por las afueras del muro de la ciudad, tropezó con un cuerpo indigente, que en principio le saltó con insultos, pero luego milagrosamente se calmó. Su semblante lóbrego resaltaba cicatrices de una vida violenta; una de ellas diagonal surcando la mitad de la ceja izquierda hasta el párpado inferior. Los ojos turbios entre la mentira y el odio, mejillas secas, labios próximos a escupir maldiciones, cabello corto tosco con mechones trasquilados y mollera lampiña, barba empastada en mucosidades y sobras no tragadas. Las manos ásperas y huesudas. Por fin lo halló.

Sin dudar, el hombre aceptó la propuesta de ser el modelo para el rostro de Judas.

Cuando Da Vinci dio el último toque al dibujo, le dio las gracias sin mirarlo, sin estrecharle las manos, no fuera que alguna maldición se le quedara. Entonces le pidió que tomará de la mesa una bolsa de tela. El hombre rápido lo hizo y soltando el cordón desgranó las monedas en una mano. Sonrió y soltó una carcajada malévola.

– ¡El maestro paga más por Judas que por Cristo!, exclamó en su burla.

Da Vinci, sin comprender, dio de inmediato tres pasos atrás.

– ¿Qué quieres decir?, le cuestionó.

– ¡Que hace años pagó cuatro monedas por Jesús y ahora 10 por Judas!

A Da Vinci se le cayó de las manos un tarro de pintura roja que cerraba. Y abrió ojos hacia el rostro del desdichado.

– ¿Cómo es posible? – se preguntó – ¡Giacomo! ¿A caso eres tú aquel muchacho de mirada misericordiosa?

– ¡Soy yo maestro! ¿No me reconoce? Ya tengo 33.

Por qué no lo reconoció desde el principio, pensó el maestro asustado, como si viera al diablo.

¿Era posible semejante descuido en la mente aguda de un genio? Siguió escudriñando la humanidad del hombre mientras se iba y por más que buscaba un destello de la otrora divinidad no encontró nada, ni siquiera un hilo que uniera en el tiempo ambos rostros. Y tras largas horas de profunda maquinación cerebral entendió que entre el bien y el mal, el hombre está a un paso de ambas cosas, porque en los caminos de la vida no se ve la línea que las separa a una de la otra, si es que fuese posible verla, o si es que realmente existe esa separación.



– Una semana después de la noche tenebrosa –

Por la ausencia de Da Vinci, y habiéndolo visto envuelto en lienzos manchados luego de su noche de embriaguez, un trío de frailes decidió entrar a su aposento para asegurarse de que estaba con bien.

Desconocían que el genio, al despertarse, se desprendió las mortajas aún más espantado.

– ¡El rostro de Judas!, gritó. ¿Qué maldición es esta Señor? ¡Perdóname!

Se vistió, tomó sus cosas rápidamente y se marchó.

Los religiosos encontraron los lienzos que alguien había intentado quemar sin lograrlo. Todo era desorden.

– ¡Jesucristo!, expresó uno – ¡Su rostro milagroso!

– El maestro lo ha tenido en secreto, dijo otro.

– ¡Gracias Señor por elegirnos! Cumpliremos fielmente cuidando esta reliquia, prometió el tercero. Así se arrodillaron en oración, cada día, frente al sudario con la imagen misteriosa que hasta hoy intriga a los científicos, la propia jerarquía eclesiástica y a todo cristiano que busca dar un rostro a su fe.

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